DANIEL BORDA, EL ARTE ENTRE FRUTAS Y BALAS

He tenido la suerte de atravesar este mundo encontrándome de súbito con seres que son del otro. O por lo menos eso parecen, por su sensibilidad delirante, por su condición de hechizados. Llevan en sí un reflejo de la realidad tan perfecto que tiene que provenir de otro plano. Del abierto a los elegidos. Así uno ve por la calle a Daniel Borda, encaminándose a cualquier menuda diligencia, con su aire de cusumbosolo, y adivina dentro de sí universos que se retuercen en busca de una expresión que les plasme, que les convoque a la realidad de los existentes. Ha dado vueltas con su revelación a través de expresiones donde lo misterioso se confunde con el virtuosismo. Lo conocí hace muchos años, en una de esas usinas creativas que son las agencias de publicidad, donde nos poníamos en la fila de la venta de talento, pero en vez de perdernos nos encontramos. No existe otro Dios que el Arte designando con su dedo de luz entidades que le acorran para expresarse, y es este artista un sacerdote poseído por tan ardiente convocatoria. Desde siempre me pareció Daniel Borda portador de su propia hoguera, porque en fuego y ceniza se fragua su trabajo con la forma, con la luz, con el ritmo, con el trazo, con el volumen, pero sobre todo con !a Gracia que le pone color a todo. O si no de dónde salen esas frutas que ofrendan el exquisito sabor de su curvatura. Frutas que de tan paradisíacas hacen el amor a la vista. Rodeadas por una naturaleza proveniente de esos cuentos feéricos adonde un día volveremos, cuando pinturas como ésta nos recuperen el Edén.

Es un arte inspirado, pero inspirado y todo es un arte trabajado, y es un arte maduro para ser consumido apetitosamente por el goloso esteticismo del mundo. ¡Qué orgía natural timbrando todas las fibras! iQué sensualidad enigmática lograda en la elusión seductiva! ¡Qué reverberación de los frutos! El poema se para frente a estos cuerpos gloriosos que oran por ser comidos y se quita el sombrero. Sombrero que más tarde veremos duplicado en su reflejo sobre los aguas sin perder pinta ni estilo, pero que bien puede referir al eterno paseo de las víctimas por la corriente. Mas no debo limitarme a los frutos. Daniel ha decidido terciar en el conflicto bélico que azota a su país, ante todo con un políptico compuesto por un arco iris de pipetas de gas colgadas del cielo como criminales ejecutados. Esos cilindros, que de instrumentos de paz en los comederos tanta mortandad han traído, se dignifican por su euritmia contra paisajes tierra-cielo de la patria ennubarronada. -Apollinaire cantaba la belleza del «obús color de cielo», de cuyas esquirlas se le llenó la cabeza. Igualmente no hay fotos más hermosas que las del hongo atómico de Hiroshima. Aburrido de tantos cuadros más explosivos que morteros, se decide Daniel a pintar la violencia pero con lápiz de cejas. A cosmetizar las balas asesinas emparentándolas con esos lápices labiales que también han tenido su connotación mortal. Puestos al lado del banano que alimenta y que dice ípum! El contingente de 10 balas, que bien pueden ser 10 asesinatos, conforma un ballet de brillo y de sincronía, Y la sola bala de fusil podría incorporársele a una franja de nuestro escudo. Me gusta esa sutileza. Como el ojo cabizbajo, que es el testigo sempiterno de lo que pasa. Los clavos son otro símbolo de nuestro martirologio. Como para poner esta exposición a los pies de Cristo.

Todo artista es el responsable de volver a crear el mundo, y como Daniel Borda es del otro, o es de todos, tiene el secreto para ofrecernos en su pintura – a  pesar de estar en Colombia, y de estar en el mundo – uno de los mejores mundos posibles.

JOTAMARIO ARBELÁEZ