LA PINTURA DE DANIEL BORDA
En la pintura de Daniel Borda confluyen temas y motivaciones que son producto de un proyecto vital asumido desde la infancia. Fue en esta etapa donde descubrió su capacidad innata para el dibujo cuando pintaba con maestría todo cuanto se le pasaba por delante. Si pudiéramos definir en pocas líneas su trabajo tendríamos que afirmar que surge, al mismo tiempo, de la autenticidad, es decir, de una conducta comprometida, a través de los años, con una personal concepción estética lo cual le ha impedido ligarse a escuelas y tendencias de moda que paralizan a la larga la labor creativa y, por el contrario, ser fiel a sus gustos e inclinaciones. Se considera un autodidacta, aunque tomó cursos formales en la academia con maestros como Manzur y otros de la misma talla. Pero su actitud primordial ha sido la constancia. Encerrado en su pequeño estudio del barrio de La Soledad, pinta desde que amanece hasta bien entrada la noche. Es la única manera, afirma, de lograr un trabajo serio, más allá, pensamos, del mercado y de la publicidad, tentaciones difíciles de olvidar en una sociedad de consumo.
Reconoce la influencia de los clásicos sin los cuales no puede entenderse una formación artística, pero también de los contemporáneos y los surrealistas entre ellos Magritte, principalmente. De los primeros ha heredado su vocación por el dibujo, la perfección de las líneas, la geometría de las formas. De no haber sido pintor, dice Borda, hubiera sido arquitecto, a la manera de los maestros del Renacimiento que combinaban estos dos oficios. De los contemporáneos ha tomado el sentido de lo imaginario pero también de lo lúdico. No en vano su predilección por ciertos elementos: el tablero de ajedrez, por ejemplo, muy frecuente en su obra como sustento de una serie de personajes que interactúan en la serie “El jardín de los juegos”. Es justamente aquí donde se revela con mayor potencialidad el vitalismo del pintor, su gozo por el color y por las formas. Nos lo imaginamos usando un pincel, el más fino de todos, para representar las nervaduras de la fruta, sus redondeces, las vetas del tomate de árbol. Tal es su obsesión por el detalle, en un franco derroche de hiperrealismo. Para Borda es necesario rescatar la naturaleza en el cotidiano vivir; ella puede acompañar cualquier acción. Por ejemplo, el chelista que interpreta su instrumento delante de una gran papaya. Su pintura es esencialmente visual pero, al mismo tiempo, una representación donde todos los sentidos se regodean ante esas frutas dispuestas en primer plano y en una dimensión superior a los demás elementos de la composición. El pintor las ubica ante nuestros ojos con una intención provocadora. El tacto, el gusto, el olfato despiertan ante figuras que causan admiración y nos llevan a pensar que el pintor, como todo creador, inaugura de nuevo el mundo y nos lo hace patente en su absoluta presencia. Esos pimentones rojos y brillantes; las cerezas moradas que rodean al personaje del cuento en un bosque de placidez; la mórbida forma de los grandes bananos sobre cuyo lomo se puede descansar o escalar para llegar a sus extremos; el jinete que salta por encima de la sandía; el niño que monta en el columpio entre un paisaje de granadillas y sapotes. Daniel Borda juega con estos mundos, les imprime gracia y humor, los hace suyos en la medida en que los transforma, dándoles otra dimensión. Pinta también las plantas con la minucia del botánico pero con la fantasía del soñador, en una aproximación a ese “Jardín de las delicias” creado por el Bosco, donde conviven hombre y naturaleza y por el cual sintió profunda admiración cuando lo observó por varios días en el Museo del Prado. De este tríptico tomó lo más vital, dejando de lado lo morboso, dramático y crudamente erótico presentes en esta pintura. Pienso que de no ser por estas notables influencias, dado su acendrado amor por la naturaleza, Borda hubiera podido caer en el simple y llano tropicalismo.
Pero también, al lado de esas naturalezas vivas, del jardín de los juegos y demás elementos objetivos, se interna en el territorio de los sueños, para elaborar una pintura onírica de la interioridad. Tuvo su inspiración en aquel test psicoanalítico, (la prueba Rorschach), en donde cada individuo veía a través de extrañas figuras a todo color, elementos de su propia personalidad. En su caso son imágenes fantásticas que representan posiblemente ciudades sumergidas en el gran mar de los tiempos, árboles de diferentes colores que subyacen en la corteza terrestre, manchas cromáticas que pueden representar objetos indistintos, cielos, nubes soñadas, en fin. La capacidad imaginativa y poética de Daniel Borda se amplía en estas obras, lo mismo que en la denominada Atlantes. Allí percibe una serie de personajes surgidos del mito de la Atlántida, para ubicarlos esta vez en territorios lunares, en espacios extraterrestres, circundados por satélites y figuras planetarias.
Su serie “Metal contra piel”, hace parte de una propuesta de carácter social que pretende simbolizar la violencia de nuestro país en esos cilindros de gas, usados como armas de guerra. Están pendidos de cuerdas y alineados despiadadamente para recordarnos estos episodios dramáticos. Al mismo tiempo aparecen balas enfiladas y, junto a ellas, los obuses colocados en actitud de amenaza. Como una especie de ironía o con la intención de menguar esta trágica representación, se adjuntan pintalabios que simulan también balas y acompañan esos objetos bélicos.
Daniel Borda es un magnífico retratista, añoramos un trabajo más detenido en este sentido, puesto que, para un experto dibujante como él, consolidaría aún más su ya ganado prestigio. Reputación lograda a pesar de su desdén por las últimas tendencias vanguardistas y especialmente conceptuales de las que se precian las novísimas generaciones. Porque Daniel aún cree en la belleza, en el dibujo, en las imperecederas formas del arte que están renaciendo, a pesar de todo, de las cenizas de la posmodernidad.
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